“Las Guerreras” son el equipo de la Unidad Penitenciaria N° 50 de Batán. Entrenan tres veces por semana y días atrás enfrentaron al Club Talleres en el marco de un programa de reinserción social de las internas.
(Fuente: La Capital Mar Del Plata; Cronista: Melanie Lamazón; Fotos: Marco Planas)
Es lunes 24 de agosto de 2015. Nadia tiene 22 años, mide poco más de metro y medio y tiene facciones armoniosas: ojos y pestañas grandes, nariz respingada, boca pequeña. Sin embargo, su rasgo más característico es el gran tatuaje que lleva en el cuello.
Se droga hace 11 días y por eso no duerme. Dos días atrás mataron a su hermano delante de ella, cuando ambos iban a comprar cocaína. Tiene bronca, sed de venganza y necesidad de dinero para seguir consumiendo y darle de comer a sus tres hijos.
Es lunes sí, lunes, y sale de su casa al mediodía decidida con el arma escondida entre su ropa. Camina hasta Jacinto Peralta Ramos al 2100 donde hay una panadería, tal vez la más concurrida de todo el barrio. Entra y le pide a la empleada sándwiches de miga. Espera un segundo. Y cuando la vendedora le acepta el pedido, Nadia ya la está apuntando con su arma. Le exige que le entregue toda la recaudación.
A un costado un hombre de 63 años, otro cliente que espera ser atendido, también cae presa de Nadia, quien quiere su dinero. Pero acá no hay aceptación: el hombre se niega y ella le dispara al cuello. El asalto, naturalmente, queda inconcluso.
Nadia corre lo más rápido que puede con el viento del invierno pegándole directo en la cara, corre olvidándose de lo que acaba de hacer, corre como cuando era niña y jugaba con su hermano Daian en las calles de su barrio, corre dejando de lado por unos segundos el dolor que sintió cuando lo vio morir. Llega a su casa, agarra un poco de ropa, besa a sus hijos y huye.
Aunque la policía pide a los marplatenses dar información sobre su paradero, destacando ese enorme tatuaje que lleva en su cuello, se mantiene prófuga por un mes hasta que es descubierta y trasladada a la Unidad Penitenciaria N° 50 de Batán.
El silbato indica que comenzó el partido. “Mamis” del Club Talleres enfrentan a Las Guerreras. Pese a que ya es otoño, el sol cae fuerte en los hombros y piernas de las jugadoras. Las Guerreras saben que el juego solo puede terminar de una forma: ganando. Su competitividad no admite otra resolución. Eso lo habían hablado durante toda la semana en la cárcel. Es que es ahí donde viven.
Minutos antes de dar inicio al amistoso Ana, una de las capitanas, leyó un texto que decía: “Amo jugar al hockey porque me siento libre, soy yo sin límites”. Pura garra, ninguna demuestra cansancio alguno, lo único que quieren es jugar.
Sus entrenadoras, Alejandra Bosch y Gabriela de León (coordinadora del programa de hockey de la ONG Cambio de Paso), las observan desde afuera y les gritan consejos para mejorar el juego. “María movete por toda la cancha”, “Hay una de Talleres sin marca”, “Bajá el palo”, “No vayan todas a la bocha”, son algunas de las frases que se escuchan.
“En la actividad intentamos imponerles algunas reglas como el hecho de no manejar cierto lenguaje, que no haya violencia, que no haya ningún tipo de golpe o pelea que derive en una sanción. Y tienen que cumplir esas sanciones, porque el gran problema que las trajo acá es el no cumplir con las reglas. Entonces hay que ser estricto con ese tema”, señala de León y agrega: “Tratamos de inculcarles que son un equipo de hockey, que se olviden por un ratito de que son internas”.
Una de las suplentes lleva a un costado a De León y, notablemente angustiada, le dice: “Mi papá es un borracho de mierda, me dijo que se quiere matar”. La entrenadora la escucha y acerca sus labios al oído de la jugadora para darle su consejo. Después, un abrazo y una orden: que se prepare para entrar a la cancha. Y que deje todo ahí.
“Como profe de la unidad siempre sos psicóloga de todas. Yo las escucho, trato en lo que puedo de ayudarlas y sobre todo, de calmarlas. Porque siempre tienden a reaccionar demasiado rápido. Es importante que se distiendan, que piensen en otra cosa”, diría después De León. Y Bosch agrega: “La que quiera venir a contarme lo que sea que me cuente, yo soy oído. Pero que se acuerden de que yo salgo. Tienen que confiar en la gente de afuera”.
Yesica y Ana Carolina combinan una buena jugada en ataque de Las Guerreras. Parece que jugaran juntas hace mucho, aunque ambas entraron al penal un año y medio atrás. A Yesica le esperan cinco años de condena; Ana Carolina no sabe cuánto estará presa.
Vuelve a sonar el silbato: ahora marca el final del primer tiempo. Ganan Las Guerreras. Todas las jugadoras sueltan los palos. Algunas piden permiso para ir al baño y las agentes penitenciarias se acercan para escoltarlas. El resto se sienta en el pasto a descansar, tomar agua y recuperar el aliento.
Yesica y Ana Carolina no quieren descansar ni ir al baño: quieren contarme su historia. Yesica dice que está en el penal por robar para consumir drogas. Ana Carolina, en cambio, asegura que le hicieron un allanamiento en su casa y le encontraron marihuana. “En la causa pusieron que yo estaba vendiendo pero, en verdad, yo soy consumidora. Ahora mi abogado la está peleando por eso”, añade.
Yesica tiene cuatro hijos, Elías (11), Lucas (10), Emanuel (7) y Sofía (6) que están felices porque su mamá juega al hockey y dejó las drogas gracias al programa para tratar el problema del consumo dentro de la cárcel. “Yo a mis hijos les dije que estoy acá por un error, que ellos vean y entiendan que no es justo lo que yo hice para estar adentro. Quiero que sepan que existe un futuro diferente, quiero que vivan su vida llena de juegos con deporte. Que tengan un destino diferente al mío”, menciona después de expresar cuánto los extraña.
Ana Carolina me cuenta que a su hijo “no le quiere explicar mucho porque no quiere contaminarlo”. “Nada más le digo que estoy trabajando, jugando al hockey, que estoy yendo a la escuela y que falta poquito para que estemos juntos de nuevo”, menciona.
Respecto a los entrenamientos de hockey, las dos coinciden que si bien en un principio lo utilizaban para “descargar la bronca que tenían adentro” y hasta, a la hora de entrenar, utilizaban la frase “vamos a descolgar en hockey” -es decir, despejar la cabeza-, cuando notaron que las entrenadoras “se mataban para intentar enseñarles cómo se jugaba, le pusieron más interés” y ahora les encanta.
Quieren seguir hablando conmigo pero el segundo tiempo está a punto de comenzar. Todas vuelven a sus posiciones y empieza el juego. Las “Mamis” arrancan más decididas, son más precisas. Las Guerreras lo saben y eso les molesta, especialmente a una de ellas. Con el palo bajo, Nadia bloquea un pase de una adversaria y roba la bocha. Corre y el leve viento del otoño le levanta el flequillo. Corre con felicidad, sabe que lo van a lograr. Alza la cabeza y ve a una de sus compañeras sin marca. El pase es exacto. El gol, inevitable.
Nadia, elegida por la entrenadora como capitana de Las Guerreras, festeja de la misma manera que lo hará minutos después al terminar, con victoria, el partido. Ahora, las pulsaciones ya le bajaron y antes de empezar a hablar, porque también quiere contar su historia, seca la transpiración de su cuello y deja ver el tatuaje delator.
“A mí me dieron 10 años, todavía me faltan 5 para mi primera salida transitoria. Mis hijos saben que estoy jugando al hockey y toda la familia se pone contenta de que esté estudiando y haciendo deporte. Además, hago tratamiento psicológico y estoy yendo a rehabilitación de drogas porque yo siempre consumí, desde los 12 años”, narra.
Y agrega: “Me pone muy incómoda pensar en el momento del robo en la panadería. Estoy muy arrepentida, no es algo que me haga sentir bien o me dé orgullo. Extraño a mis hijos, yo estoy acá y no sé cómo será el destino de ellos que lo que aprendieron de mí es robar, consumir. Yo quiero que conozcan esta parte mía, la parte buena, lo que realmente soy”.
Nadia y las demás coinciden en que hay una “gran diferencia” entre las que practican deporte y las que no, y además que esa diferencia se ve reflejada en los valores de reincidencia carcelaria. Según ellas, quienes practican deporte piensan en salir y conseguir trabajo, estar con su familia, no volver a cometer los mismos errores que las hicieron entrar al penal. Las que no, se quedan dentro del pabellón, “acumulan bronca, odio contra todo y no les importa el mañana”.
Termina el partido. Y Las Guerreras sirven las empanadas y sándwiches que habían preparado para agasajar a sus visitas, las “Mamis” de Talleres y nosotros. Nadia es una de las que los reparte. “¿Querés uno o dos?”, pregunta.
Todas en ronda charlan de temas banales y, por momentos, de otros no tan banales. Es que muchas quieren contar cómo es la vida dentro de la cárcel de mujeres antes de volver a sus celdas, sus casas hasta que finalice su condena.
Se escuchan las frases “esto no es vida para nadie”, “¿Acá estás lejos de la familia”? Pero una permanece fijada en mi cabeza cuando manejo por la ruta 88, de vuelta al trabajo: “Cuando salga de acá quiero trabajar, estar con mi familia. Afuera muchas veces no me daba cuenta de lo que vale el calor de la familia. Acá pensás, reflexionás, extrañás y obviamente no querés volver nunca más”. “Cuando salga de acá”, “cuando esté en casa”, “cuando esté en libertad”, pienso? Salir es el mayor anhelo. El de todas. Y volver a sentir el sol de otoño junto a la familia.